24 de julio, domingo
Estaba disfrutando del mejor
pincho1 de tortilla de patatas del mundo [...] cuando recibí la llamada que me cambió la vida. A peor, debo aclarar. Era
la víspera2 del día de Santiago, y en Vitoria nos preparábamos para celebrar el día del Blusa, un homenaje a los jóvenes que alegrábamos las fiestas que estaban por venir a primeros de agosto. El asador de madera [...] era tan ruidoso, que tuve que salir a la calle del Prado cuando noté que el móvil vibraba dentro del bolsillo de mi camisa, junto al corazón.
— ¿Qué ocurre, Estíbaliz? [...]
— Unai, tienes que venir a la Catedral Vieja — me urgió [...].
Comprendí al segundo que algo grave había ocurrido. Traté de alejarme del omnipresente ruido que aquel día encapsulaba la ciudad y dirigí mis pasos inconscientemente hacia el Parque de la Florida. [...]
— ¿Qué ha pasado? — pregunté, intentando despejarme del último trago del Rioja que no debería haber bebido.
— No te lo vas a creer, está todo igual que hace veinte años.
— ¿De qué me estás hablando, Esti? [...]
— Ven ahora mismo, Unai. Esto es serio, esto es muy serio.
Y
colgó3. «No puede ser», pensé. «No puede ser». [...] Me dirigí, con las últimas palabras de mi compañera retumbando en mi cabeza, hacia la Plaza de la Virgen Blanca, pasé delante de mi portal y subí hasta la entrada de la Correría, una de las calles más antiguas de la ciudad medieval. Fue una mala elección. Estaba
abarrotada4 [...] y me costó más de un cuarto de hora llegar a la Plaza de la Burullería, el patio
trasero5 de la catedral donde había quedado con Estíbaliz. [...] Caminé por el suelo
adoquinado6, y la estatua de bronce de un preocupado Ken Follet me miró al verme pasar, como si el escritor anticipase las oscuras tramas que habían comenzado ya a
tejerse7 a nuestro alrededor.
Estíbaliz Ruiz de Gauna, inspectora de la División de Investigación Criminal como yo, me esperaba haciendo mil llamadas, nerviosa, y moviéndose de un lado a otro de la plaza como
una lagartija8. [...]
En cuanto
se percató9 de mi presencia, olvidó el móvil y me miró
con cara de pésame10.
— ¿Qué hay allí dentro? — quise saber.
— Mejor lo ves — murmuró, como si el cielo pudiera oírnos, o tal vez el infierno, quién sabe.