– Yo acompañé a Pizarro en aquella expedición – dijo. Embarcamos ciento ochenta hombres y veintisiete caballos. Al fi nal vinimos a conquistar el Incario poco más de cien infantes, de los que sólo tres tenían arcabuz, y sesenta y dos jinetes. Cierto es que llevábamos algunos cañones pequeños, con pelotas de piedra. Pero nunca comprenderé cómo lo conseguimos.
– Lo que nunca podré comprender es cómo nos dejaron avanzar hasta el mismo corazón de su imperio, atravesar sin obstáculo aquellos desfi laderos, dejar atrás sin resistencia sus grandes fortalezas. En la jornada de Cajamarca, cuando Pizarro acordó apresar a Atahualpa Inca por sorpresa, eran ellos miles de guerreros. Nunca lo entenderé.
Aquellos días supe también cómo favoreció la conquista la guerra civil que enfrentaba a Atahualpa y a su hermano Huáscar, y cómo Atahualpa, tras pagar su fabuloso rescate y a pesar de la promesa de ser liberado por Pizarro, fue vilmente muerto en el garrote. [...]
En cuanto al Inca – dijo el capitán – era como un dios vivo. Los Incas se consideraban hijos del mismo sol. [...]
– ¿Y el oro? – pregunté – ¿Es verdad que eran dueños de tanto oro como se cuenta?
– ¿Oro? – exclamó el alférez –. Yo he visto el rescate de Atahualpa y te aseguro que nunca ha habido emperador que pudiese ostentar la cuarta parte de tal riqueza.