Aquella noche soñé que regresaba al Cementerio de los Libros Olvidados [...] Echaba a caminar, pero recuerdo que me pesaban la ropa, los zapatos y hasta la piel. Cada paso que daba requería más esfuerzo que el anterior [...].

Lentamente, como si intentara caminar bajo el agua, conseguía adentrarme¹ en el conjuro de aquella Barcelona detenida en el tiempo hasta llegar al umbral² del Cementerio de los Libros Olvidados. Una vez allí me detenía, exhausto³. No acertaba a comprender qué era aquella carga invisible que arrastraba⁴ conmigo y que casi no me permitía moverme. [...]

Reconocía entonces aquel corredor flanqueado⁵ por frescos de ángeles y criaturas fabulosas que escudriñaban⁶ desde la sombra y parecían moverse a mi paso. [...]

El laberinto se alzaba frente a mí en un espejismo⁷ infinito. Una espiral de escalinatas, túneles, puentes y arcos tramados en una ciudad eterna construida con todos los libros del mundo ascendía hasta una inmensa cúpula de cristal.

Mi madre esperaba allí, al pie de la estructura. Estaba tendida en un sarcófago abierto con las manos cruzadas sobre el pecho, la piel tan pálida como el vestido blanco que enfundaba su cuerpo. Tenía los labios sellados y los ojos cerrados. Yacía⁸ inerte en el reposo ausente de las almas perdidas. Acercaba mi mano para acariciarle el rostro. Su piel estaba fría como el mármol⁹. Entonces abría los ojos y su mirada embrujada¹⁰ de recuerdos se clavaba en la mía. Cuando desplegaba sus labios oscurecidos y hablaba, el sonido de su voz era tan atronador¹¹ que me embestía como un tren de carga y me arrancaba del suelo, lanzándome en el aire y dejándome suspendido en una caída sin fin mientras el eco de sus palabras derretía el mundo. Tienes que contar la verdad, Daniel.

Desperté de golpe en la penumbra del dormitorio, empapado en sudor frío, para encontrar el cuerpo de Bea tendido a mi lado. Ella me abrazó y acarició mi rostro.