«Aquí es» dijo Guillermina, después de andar un trecho1 por la calle del Bastero y de doblar una esquina2. No tardaron en encontrarse dentro de un patio cuadrilongo. Jacinta miró hacia arriba y vio dos filas de corredores con antepechos3 de fábrica y pilastrones de madera pintada de ocre, mucha ropa tendida, mucho refajo4 amarillo, mucha zalea5 puesta a secar, y oyó un zumbido como de enjambre6. En el patio, que era casi todo de tierra, empedrado7 sólo a trechos, había chiquillos de ambos sexos y de diferentes edades. [...] Los chicos eran de diversos tipos. Estaba el que va para la escuela con su cartera de estudio, y el pillete8 descalzo9 que no hace más que vagar10. Por el vestido se diferenciaban poco, y menos aún por el lenguaje, que era duro y con inflexiones dejosas. [...]
Todos los chicos, varones y hembras, se pusieron a mirar a las dos señoras, y callaban entre burlones y respetuosos, sin atreverse a acercarse. Las que se acercaban paso a paso eran seis u ocho palomas pardas, con reflejos irisados en el cuello; lindísimas, gordas. [...] De pronto levantaron el vuelo y se plantaron en el tejado. En algunas puertas había mujeres que sacaban esteras11 a que se orearan12, y sillas y mesas. Por otras salía como una humareda13: era el polvo del barrido. Había vecinas que se estaban peinando las trenzas negras y aceitosas, o las guedejas14 rubias, y tenían todo aquel matorral echado sobre la cara como un velo.