Durante un breve periodo de mi niñez el euskara
o vascuence fue para mí una lengua completamente
normal. Carecía de1 opiniones sobre ella, y su futuro
no me preocupaba. Llamaba a mi padre y a mi madre
aita y ama, igual que llamaba ebi a la lluvia y eguzki al
sol, y a eso se reducía todo, a nombrar personas y cosas
con las palabras de siempre. En ese sentido, en nada me
distinguía de los niños que en el pasado habían nacido
en mi casa, Irazune: también ellos, lo mismo en el siglo
XX, que en el XIX o en el XVIII, habían dicho atta,
ama, ebi y eguzki cuando querían referirse al padre,
a la madre, a la lluvia o al sol. Los demás niños de
mi pueblo, Asteasu, y muchos más a lo largo y ancho
del País Vasco, se encontraban asimismo en ese caso:
todos éramos euskaldunak, es decir, «gente que posee2
el euskara». [...]
No era, sin embargo, la única lengua que yo sentía a
mi alrededor. Algunos de mis compañeros de juego, las
hijas y los hijos de los primeros emigrantes andaluces,
hablaban en castellano —papá, mamá, lluvia, sol—, y lo
mismo hacían el médico del pueblo y los maestros y las
maestras; obligatoriamente, éstos últimos, porque uno
de los objetivos oficiales de la educación de entonces
era, precisamente, el de enseñarnos la segunda lengua.
1. carecía de = no tenía
2. possède