A pesar del tórrido calor, los tres chavales disfrutan corriendo por entre
los cascotes1. Se divierten utilizando como campo de juego las ruinas
de lo que antes de la guerra Xeno fue un parque de atracciones. […]
Luchan contra los extraterrestres, por supuesto.
– ¡Pium! ¡Pium! ¡Morid, hijos de puta! – vocifera Pedro, el jefecillo del
trío. Un chaval espigado2 de ojos tristones.
– No deberíamos decir palabrotas – protesta Vitín, renegrido por el
sol, bajando los brazos.
– Estamos en una guerra. ¿Qué importan las putas palabrotas?
– ¡Y ya has dicho otra!
– Está claro: eres imbécil. […]
Vitín se pone a olfatear el aire igual que un sabueso3. Sus cejas se
curvan por el miedo. Consigue articular un susurro:
– ¿Y Sergio?
El silencio se cierne sobre ellos hasta que las lonas golpetean sobre sus
cabezas al recibir una ráfaga de viento.
– ¡Chicoooos! – se oye en la distancia, tras una montaña de escombros.– ¡Mirad esto! […]
Hasta que la vista de Pedro no se acostumbra a la oscuridad, no descubre al monstruo. O más concretamente, a los ojos enrojecidos del
monstruo […], Pedro puede distinguir los enormes colmillos babeantes4.
El xenomorfo, malherido, gira el cuello para observar al muchacho.
– «Ayúdame».