Astrea corría para salvar su vida. Había robado
una botella de agua y una lata de conservas, y era
consciente de que poseía un botín demasiado valioso
como para que no la mataran.
Oía las zancadas1 de los salvajes a sus espaldas y
también las amenazas que lanzaba su líder desde la
distancia. Era la voz de Rey Muerte, un desalmado de
veintidós años que cada atardecer, cuando el ocaso2
caía sobre Barcelona, gritaba su nombre a los cuatro
vientos:
– ¡Yo soy Rey Muerte y acabaré con todos vosotros!
Se encaramaba3 a la cabina de un camión para lanzar su amenaza, y los niños, ocultos tras las ventanas
de los edificios, observaban su silueta apenas iluminada por los últimos rayos del Sol: el bate de béisbol
tachonado de clavos4, el cráneo de perro a modo de
sombrero, el tatuaje de una calavera en el pecho…
– ¡Recordad mi nombre, malditos cobardes: me
llamo Rey Muerte y soy el dueño de vuestros destinos! […]
Astrea había robado la botella de agua y la lata de
atún a ese loco. Y ahora corría. Corría en la noche
de la ciudad desierta. Corría para ponerse a salvo,
para llegar a casa, para conservar la vida pero sus
perseguidores5 le pisaban los talones. Tenía dieciséis
años y el estómago vacío; ellos rondaban la veintena y
habían cenado dos veces. Y es que, cuando el Caos se
adueñó de la ciudad, los salvajes saquearon las tiendas y se apoderaron de los víveres6. Desde entonces,
los supervivientes tenían que alimentarse de plantas,
de insectos y, si había suerte, de alguna paloma.
Habían transcurrido seis meses desde la llegada
del Silencio. Así llamaban al día en que los adultos
murieron. Todas las personas mayores de veintidós
años, desde la primera hasta la última, cayeron fulminadas7 en apenas tres horas y los que no perecieron8,
niños, adolescentes y jóvenes, se encontraron solos
de pronto.
Al principio, cuando el Caos todavía no reinaba en
la ciudad, los supervivientes se organizaron por barrios. Se reunían en las plazas para tomar decisiones
sobre la forma en que habrían de gobernarse a partir
de aquel momento para intercambiar los conocimientos adquiridos en la escuela y, sobre todo, para especular sobre los motivos de la llegada del Silencio.
Formaban corros alrededor de las hogueras9 y los
mayores lanzaban teorías al respecto; la más aceptada
era que debía de tratarse de algún tipo de virus que
afectaba únicamente a los adultos. Se afirmaba que el
planeta, al verse al borde del colapso, había lanzado
una pandemia mundial capaz de erradicar de un plumazo a esos seres humanos que provocaban el efecto
invernadero, que contaminaban los ríos, los mares y
los océanos, que fabricaban artilugios nucleares con
los que podían erradicar toda forma de vida. Pero
también se decía que, en un último acto de generosidad, la naturaleza había decidido que el virus solo
afectara a los adultos, es decir, a los auténticos responsables de la destrucción del ecosistema, y había
permitido la supervivencia de aquellos a quienes no
se les podía culpar de nada10: los niños.
Por eso había llegado el Silencio: para que la humanidad empezara de nuevo.
Y al día siguiente, cuando los adultos hubieron
muerto, la ciudad amaneció en la más absoluta de
las quietudes. No rugían los coches, no humeaban
las fábricas11, no volaban los aviones. La tecnología
había enmudecido12 y, pese al dolor que inundaba el
corazón de los niños estos vivieron aquel momento
como un acontecimiento maravilloso. Astrea todavía
recordaba los sonidos de aquella jornada: el canto de
los pájaros, el silbido del viento, el chapaleteo de la
lluvia sobre el asfalto.