Yo quería a mi papá con un amor que nunca volví a
sentir hasta que nacieron mis hijos. Cuando los tuve
a ellos lo reconocí, porque es un amor igual en intensidad, aunque distinto, y en cierto sentido opuesto.
Yo sentía que a mí nada me podía pasar si estaba con
mi papá. Y siento que a mis hijos no les puede pasar
nada si están conmigo. Es decir, yo sé que antes me
haría matar1
, sin dudarlo un instante, por defender a
mis hijos. Y sé que mi papá se habría hecho matar sin
dudarlo un instante por defenderme a mí. La idea más
insoportable de mi infancia era imaginar que mi papá
se pudiera morir, y por eso yo había resuelto tirarme2
al río Medellín si él llegaba a morirse. Y también sé
que hay algo que sería mucho peor que mi muerte:
la muerte de un hijo mío. Todo esto es una cosa muy
primitiva, ancestral, que se siente en lo más hondo de
la conciencia, en un sitio anterior al pensamiento. Es
algo que no se piensa, sino que sencillamente es así,
sin atenuantes3
, pues uno no lo sabe con la cabeza
sino con las tripas.
Yo amaba a mi papá con un amor animal. Me gustaba su olor, y también el recuerdo de su olor, sobre
la cama, cuando se iba de viaje, y yo les rogaba a
las muchachas y a mi mamá que no cambiaran las
sábanas ni la funda de la almohada. Me gustaba su
voz, me gustaban sus manos, la pulcritud4
de su ropa
y la meticulosa limpieza de su cuerpo. Cuando me
daba miedo, por la noche, me pasaba para su cama
y siempre me abría un campo a su lado para que yo
me acostara. Nunca dijo que no. Mi mamá protestaba, decía que me estaba malcriando, pero mi papá
se corría hasta el borde del colchón y me dejaba quedar. Yo sentía por mi papá lo mismo que mis amigos
decían que sentían por la mamá. Yo olía a mi papá, le
ponía un brazo encima, me metía el dedo pulgar en
la boca, y me dormía profundo hasta que el ruido de
los cascos de los caballos y las campanadas del carro
de la leche anunciaban el amanecer. [...]
Yo aprendí, gracias a su paciencia, todo el abecedario, los números y los signos de puntuación en
su máquina de escribir. Tal vez por eso un teclado
–mucho más que un lápiz o un bolígrafo– es para mí
la representación más fidedigna5
de la escritura. Esa
manera de ir hundiendo sonidos, como en un piano,
para convertir las ideas en letras y en palabras, me
pareció desde el principio –y me sigue pareciendo–
una de las magias más extraordinarias del mundo. [...]
Cuando me doy cuenta de lo limitado que es mi
talento para escribir (casi nunca consigo que las
palabras suenen tan nítidas como están las ideas en
el pensamiento; lo que hago me parece un balbuceo6
pobre y torpe al lado de lo que hubieran podido decir
mis hermanas), recuerdo la confianza que mi papá
tenía en mí. Entonces levanto los hombros y sigo
adelante. Si a él le gustaban hasta mis renglones de
garabatos7
, qué importa si lo que escribo no acaba
de satisfacerme a mí. Creo que el único motivo por
el que he sido capaz de seguir escribiendo todos
estos años, y de entregar mis escritos a la imprenta,
es porque sé que mi papá hubiera gozado más que
nadie al leer todas estas páginas mías que no alcanzó
a leer. Que no leerá nunca. Es una de las paradojas
más tristes de mi vida: casi todo lo que he escrito lo
he escrito para alguien que no puede leerme, y este
mismo libro no es otra cosa que la carta a una sombra.
1. je serais prêt à mourir
2. me jeter
3. nuances
4. la propreté
5. fiable
6. un balbutiement
7. mes lignes de gribouillis