Mi mirada se perdió en la inmensidad de aquel lugar,
en su luz encantada. Asentí y mi padre sonrió.
– ¿Y sabes lo mejor? – preguntó.
Negué en silencio.
– La costumbre es que la primera vez que alguien
visita este lugar tiene que escoger un libro, el que
prefiera, y adoptarlo, asegurándose de que nunca
desaparezca, de que siempre permanezca vivo. Es una
promesa muy importante. De por vida – explicó mi
padre – Hoy es tu turno. [...]
Al poco, me asaltó la idea de que tras la cubierta de
cada uno de aquellos libros se abría un universo infinito por explorar y de que, más allá de aquellos muros,
el mundo dejaba pasar la vida en tardes de fútbol y
seriales de radio, satisfecho con ver hasta allí donde
alcanza su ombligo y poco más. Quizá fue aquel pensamiento, quizá el azar o su pariente de gala, el destino,
pero en aquel mismo instante supe que ya había elegido
el libro que iba a adoptar. O quizá debiera decir el libro
que me iba a adoptar a mí. Se asomaba tímidamente
en el extremo de una estantería, encuadernado en piel
de color vino y susurrando su título en letras doradas
que ardían a la luz que destilaba la cúpula desde lo alto.
Me acerqué hasta él y acaricié las palabras con la yema
de los dedos, leyendo en silencio.